El barrio Almirante Brown queda en General
Pacheco, provincia de Buenos Aires. Es
un barrio humilde, de trabajadores, tiene una Sociedad de Fomento, un
Polideportivo, casitas bajas con jardín, muchos chicos, muchos perros rondando
por ahí.
En las pocas manzanas de este barrio,
contamos nueve desaparecidos: Iris Beatriz Pereyra, Rosa Juana Salvatierra,
Julio Jorge González, Carlos Boncio, Ramón Lorenzo Valdéz, José Domingo Flores,
Severiano Márquez, Benicio Martín Santillán y Enrique Pastor Montarcé. El 17 de marzo de 2012 se colocó una placa en
su memoria, y en la de los sobrevivientes Alicia y Oscar More.
Ahora vamos a recordar a José “Mingo” Flores, desaparecido el 13 de
mayo del ’76, a los 19 años. Sus
hermanos Olga y Omar repasaron su forma de ser, su lucha y su
desaparición. Cómo lo buscaron y cómo
reivindican su memoria, su historia, la de un pibe de 19 años que estaba lleno
de ideales, de solidaridad, y de futuro.
Mingo |
La familia de Mingo es una familia
numerosa: siete hermanos. Él era el
mayor de los varones. Trabajaba en una
textil de Villa Martelli y estudiaba la secundaria, de noche, en la escuela
número 37 del Barrio Gutiérrez, en Don Torcuato. Sus hermanos resaltan su solidaridad, él
quería ser dedicarse a la política. Pero
no para llenarse de guita, sino para
ayudar, para construir un país mejor.
Militaba en el Partido Auténtico, peronista, como su viejo. Y su militancia era tratar de comunicar a los
vecinos, de juntarlos: a los pibes, con campeonatos de fútbol, a los más
grandecitos, con bailes en la sociedad de fomento. Interesándose por todos. Por las noches, hacían pegatinas, laburo
partidario, esas cosas.
El 13 de mayo de 1976, a eso de las cuatro
de la mañana, nos cuentan Olga y Omar que entraron a su casa seis o siete
tipos, armados, grandotes. Encerraron a
toda la familia en el comedor, empujaron a su madre que quería defender al
hermano más chico, de 14 años, y se llevaron a Mingo. Olga salió a buscarlo, inconsciente de lo que
pasaba, creyendo que se encontraba en un país normal, se preguntaba quién mejor
que un juez, o un policía, podía darle noticias sobre un ciudadano
argentino. Poco a poco, con las
amansadoras en los despachos, donde la trataban como a una delincuente y a
través de las decenas de cadáveres que fue a ver, para encontrar aunque sea su
cuerpo, se fue dando cuenta de qué
pasaba. “La peor masacre que vi”,
resume. Marcharon con las madres. Relata con horror y asco que habló con
“Gustavo Niño” en las rondas de los jueves.
Se quiebra cuando recuerda el golpe de saber con quién había
hablado, a quién le había confiado su
búsqueda y su desesperación.
Omar, su hermano, dos años menor que Mingo,
evoca a Luis, un sobreviviente, que le dio la única noticia que pudieron
obtener. Una noche, le contó Luis que
después de la tortura, los pusieron a él y Mingo frente a frente y les sacaron
las capuchas, para que se vieran. Le
preguntaron a Mingo si lo conocía, si Luis militaba con él. Mingo dijo que no. “Él me salvó”, fueron las palabras de Luis.
De esa época, Olga y Omar recuerdan el
silencio del barrio, la discriminación, “para
ellos, éramos los guerrilleros del barrio”.
“Si se metió en eso, en la política, que se joda”. Olga intenta comprenderlos, eran gente
grande, criados en el campo, ignorantes de lo que pasaba, su única política era
trabajar, trabajar y trabajar. Omar es
más duro: En esa época vos escondías lo
que te pasaba, porque te sentías discriminado, incluso por la familia. Si ibas a pedir ayuda, les decías estoy
buscando a mi hermano, te dabas cuenta de que se hacían los boludos, no te
querían ayudar… Nadie te decía, vamos, te acompaño”.
Terminamos con las palabras de Olga: “Yo estoy muy conforme con hacer esto, que
se sepa la verdad, que todos aquellos que nos señalaban sepan que nosotros no
fuimos lo que se pensó. Que lo que pasó fue muy sucio y muy feo. Esto es lo que les enseñamos a nuestros
hijos.”
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