Luis es un
sobreviviente de esas dos semanas en las que el barrio Almirante Brown vio
desaparecer a algunos de sus jóvenes más solidarios y comprometidos, la ma
yoría
de ellos militantes del Partido Auténtico.
Luis hoy |
El se define como
socialista, tiene sus reservas con el peronismo. Discutía mucho con los “pibes del barrio” en
esa época por ese tema, pero coincidía en todo lo demás: la vocación de
servicio, la solidaridad, el trabajo por el barrio… Cuenta que su casa, en la
que sigue viviendo ahora, era distinta, tenía una construcción adelante y más
atrás una especie de prefabricada, aislada en el medio del terreno, donde se
hacían las reuniones, tocaban la guitarra, charlaban de política, tomaban mate.
Trabajaba en
Lactona, haciendo reparto de productos lácteos, muy temprano de mañana. También
estudiaba la secundaria, en el comercial número uno de El Talar y participaba
socialmente en su barrio. Tenía 20
años. No recuerda bien la fecha, pero sí
que había chocado la semana anterior y por eso no había ido a trabajar. Serían las cuatro de la mañana cuando escucha
a su perro, Cachilo, ladrar enloquecido.
Sale a ver qué pasaba y dos hombres, grandotes, armados, le dicen
¿Luisito? Sí, responde. “Contra la pared”. Al darse vuelta, ve que sobre el alambrado de
su casa asomaban muchos caños de armas
largas. Entraron a su casa preguntando
por “los fierros”. Por supuesto, no
encontraron nada. Lo sacaron a la
vereda, lo encapucharon y se lo llevaron caminando unas cinco cuadras, hasta
Avenida San Martín. Antes de ser
encapuchado, reconoció a uno de los chicos del barrio, esposado, golpeado. Lo habían llevado para “marcar” tanto a su
casa como a él.
No sabe dónde lo
llevaron, pero recuerda claramente un ascensor, aunque no si subió o bajó. “De
entrada me fue mal. Cuando me entramos
al lugar, dijeron: ojo con este que bajó a dos.
Y me empezaron a golpear.
Aparentemente me confundieron con una karateka que se había llevado a
dos”. Describe los lugares dónde
estuvo, de acuerdo a cómo se imaginaba que serían, ya que estuvo siempre
encapuchado, excepto durante la “sesión” de picana y al final de su detención,
cuando le sacaron una foto. (“Hay
archivos – enfatiza – si no ¿para qué la foto?). Recuerda la música (Pescado Rabioso, Julio
Sosa), que a pesar de estar muy fuerte, no lograba tapar los gritos de dolor de
los torturados. Podía sentir que a su
lado había otras personas, por los ruidos de las cadenas, pero estaba prohibido
hablar. Una vez que había tres detenidos
dialogando, entró el guardia y preguntó quién hablaba. Dos de ellos respondieron, el tercero
calló. El guardia lo encara a él y le
pregunta por qué hablaba. Luis niega que
estuviera haciéndolo. La respuesta fue
un culatazo que le impidió comer por varios días. Les daban un sándwich y un café con leche,
puntualiza.
Impresionado,
relata que un día llevaron a una persona, que por lo que pudo captar del
interrogatorio, (hecho en el mismo lugar donde estaban todos siempre), parecía
un funcionario o empleado del gobierno.
El hombre no contestaba y cuando lo golpeaban, insultaba. Les decía que él conocía cómo “trabajaban”
ellos, que no le iban a sacar una palabra.
Después de cada puteada, se escuchaba el sonido de huesos rompiéndose. Así siguieron, hasta que lo dejaron. “El
tipo era un quejido, ahí tirado, hasta que de repente no se escuchó nada
más. Se murió por el dolor”.
También tiene muy
vívida la memoria de su tortura. Lo
llevaron a una habitación, le sacaron la capucha, eran sus torturadores los que
estaban encapuchados esta vez. Lo
acostaron en una cama y el preguntaron a cuántos había matado, quiénes eran sus
compañeros… Luis no respondía nada, porque nada había hecho. Pasado un tiempo, relata, con la boca seca,
el dolor repartido por todo el cuerpo, era como que no estaba ahí. Lo sacaron y lo volvieron a “tirar” en algún
lado.
Unos días antes de
soltarlo, lo llevan a la sala de torturas otra vez. Cuando le sacan la capucha, reconoce en la
“parrilla” a Mingo, José Domingo Flores, otro chico del barrio que se había
llevado y que aún continúa desaparecido.
Le preguntaron a cada uno quién era el otro, ambos respondieron. Mingo les dice que él no estaba con ellos,
porque era socialista y no le tenían confianza, que no tenía nada que ver con
su agrupación. Me salvó la vida, dice Luis.
Cuando salieron, iba caminando a pasos cortos, por las cadenas en los
pies, y un valeroso soldado de la patria,
ironiza, le pegó un culatazo en la espalda, haciéndolo caer. El guardia que lo acompañaba le dijo que lo
dejara, que él no tenía nada que ver.
Finalmente, después
de varios días de tortura psicológica, donde le decían de cuántas formas podían matarlo, le avisan que lo van a
liberar, que él sería uno de los pocos
que se va de acá caminando. Lo
soltaron en Panamericana y Capitán Juan de San Martín, en Boulogne. Caminó hasta el cementerio, hizo dedo y un
camión le paró, llegó a su casa.
Contrariamente a
otros testimonios, su familia, sus compañeros de trabajo y estudio, sus
vecinos, lo recibieron bien, le dieron su apoyo. Habían estado buscándolo. Pero él no podía estar en su casa, no dormía,
tenía pesadillas. Se fue alejando de sus
amigos, de su novia incluso, porque temía que lo hubieran soltado para seguirlo
y “chupar” más gente. Se mudó a La
Paloma, con su perro. Pudo volver a
trabajar a Lactona, su jefe le había guardado el puesto. Al año siguiente, se
recibió.
Se confiesa
descreído con la política, si bien le apasiona el tema. Piensa que ahora podría empezar a pensar de
nuevo en involucrarse en algo. Cree que
ese es el camino para evitar que se repita lo que a su generación le sucedió.
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